POR: DIMITRI GIANNAREAS
Supongamos que Costa Rica sufre un conflicto interno. Supongamos que a consecuencia de ese conflicto el vecino país se fragmenta en nuevos estados. Supongamos que uno de esos estados, el que tiene fronteras con Panamá, decide tomar por nombre Chiriquí. Que adopta como símbolo nacional al Volcán Barú y que los colores de su bandera son el rojo y el verde. ¿No se sentirían amenazados los panameños? ¿No sería esta una usurpación manifiesta de nuestra nacionalidad? ¿Acaso no exigirían los panameños que esta nueva nación cambiara su nombre, aunque el gobierno de ese nuevo estado prometiera no tener pretensiones territoriales? ¿Pese a que pudiera decirse que se trata de tan solo un nombre?
Esta situación hipotética hará más comprensible a los panameños el conflicto entre Grecia y la llamada Antigua República Yugoslava de Macedonia (FYROM por sus siglas en inglés).
Resumiendo tanto como sea posible la situación, diríamos que en el año 1991 Yugoslavia, un estado federativo de naciones eslavas del sur surgido luego de la segunda guerra mundial, se desintegra. Uno de esos nuevos estados, una pequeña nación de unos dos millones de habitantes colindante con el norte de Grecia, toma como nombre el de una región perteneciente a Grecia durante más de dos mil años: Macedonia. No solo eso. Reclama como propio a uno de los personajes históricos más importantes de Grecia: Alejandro Magno, y adopta como bandera al símbolo de los griegos macedonios: el Sol de Vergina.Pero, ¿de dónde surge la idea de llamar Macedonia a un territorio habitado principalmente por eslavos, poblaciones que fueron ocupando los Balcanes siglos, entiéndase bien, siglos, después de la época de Alejandro Magno? ¿Cómo fue posible que se les otorgara el nombre de macedonios a una población cuyo idioma- recordemos que el lenguaje es el ADN cultural de un pueblo-está estrechamente ligada al búlgaro en lugar del antiguo griego?
La complejidad de la historia de los Balcanes, con su multiplicidad de etnias y religiones, suele ser difícil de resumir, pero en este caso hallar la razón es bastante sencillo. El dictador Josip Broz Tito, quien gobernó al estado federativo Yugoslavia (eslavos del sur) desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta su muerte en 1980, utilizó la propaganda nacionalista con el doble propósito de, por una parte colocar en segundo plano la discusión interna de los conflictos políticos y sociales, y por otra, como estrategia para disuadir a la población de cualquier intento de anexión al estado vecino de Bulgaria con quien compartía una lengua y una cultura. Así nació la falacia de llamar “macedonios” a los ciudadanos de Skopia y sus alrededores. Décadas de adoctrinamiento terminaron por convencer a los actuales habitantes de la absurda idea de que son descendientes de Alejandro Magno.
Naturalmente, Grecia se ha opuesto a la utilización de ese nombre para denominar al estado creado en torno a Skopia. Aceptarlo sería renunciar al bien más valioso que posee un pueblo: su patrimonio cultural. Un nombre es mucho más que una palabra. Un nombre es la identidad. Vale decirlo tanto para un individuo como para una nación. La conformación de la identidad nacional de Grecia, una cadena ininterrumpida de generaciones de más de tres mil años unidas, y esto debe ser resaltado, por una misma lengua, no puede ser entendida sin la existencia de Macedonia.
Dicen que una mentira repetida mil veces termina convirtiéndose en verdad. Vale el refrán para lo que lamentablemente está ocurriendo en el caso del conflicto por el nombre de Macedonia. Estamos asistiendo a la creación de una mentira orwelliana. Pongamos “Macedonia” en Google y lo veremos. Una república inventada en el siglo veinte le ha robado el nombre a la Grecia milenaria. Ahora resulta que Alejandro Magno no era griego. Pronto nos dirán que su maestro, Aristóteles, tampoco lo era. Una gran mentira producirá a su vez las mentiras que hagan falta para sostenerse. Para aquellos que conocen la importancia de preservar la historia las posibles consecuencias les resultan alarmantes.
Los griegos han intentado, y lo siguen haciendo, impedir que se menosprecie a la historia. El rechazo por parte del estado griego al uso del nombre de Macedonia para denominar al nuevo estado surgido en 1991 ha evitado su ingreso a la Unión Europea y a la OTAN, y si bien es miembro de la ONU, lo hace bajo el nombre de Antigua República Yugoslava de Macedonia. Esta oposición de poco ha servido para impedir que el paso del tiempo y la tendencia a la simplificación haya logrado que el uso corriente por parte del resto del mundo le haya concedido lo que la justicia histórica jamás le daría. Ante esto, el gobierno griego ha tenido que, en un acto que ha sido calificado de traición por amplios sectores del país, llegar a un acuerdo en el que reconoce la denominación de “Macedonia del norte” para FYROM. Acuerdo que no será fácil de sellar, ya que deberá enfrentarse a un referéndum por parte de los ciudadanos de FYROM y a la exigencia del pueblo griego de ser sometido a una aprobación similar. Mientras tanto el espíritu de Alejandro Magno aguarda.